Mi madre me ha contado muchas veces que cuando ella y sus hermanos eran pequeños su madre casi nunca tenía hambre. Que cuando se sentaban a la mesa para comer lo poco que había, le decían: ¿mamá, usted no come? y ella decía: es que no tengo ganas, comed vosotros.
Mi abuela tenía cinco hijos, dos
varones y tres mujeres, también vivía en casa mi bisabuela, a todos los tenía
que sacar adelante con lo que mi abuelo ganaba, como panadero, en una panadería
de Librilla.
Cuando llegaba la Navidad el
trabajo en el obrador se multiplicaba y mi abuelo trabajaba muchas horas, sin embargo,
esas horas no las cobraba en dinero, sino que de cada docena de los dulces
navideños que se cocían en el horno le daban una pieza para él. Mi abuelo iba y
venía en bicicleta, cada día. Salía de Alhama antes de amanecer, para elaborar
el pan y volvía por la tarde.
De tantas historias que he
escuchado sobre aquellos tiempos hay una que siempre recuerdo por estas fechas.
Era el día de Nochebuena y, llegada la noche, mi abuela no tenía para darles de
cenar a sus hijos nada más que naranjas. Pero ni siquiera una por cabeza. Repartió
las que tenía entre los cinco y ella no cenó nada. No tenia hambre. Los niños
se fueron a la cama con sólo unos gajos de naranja en el estómago.
Cuando llegó mi abuelo a casa,
(ese día siempre llegaba más tarde porque los vecinos apuraban hasta ultima
hora para cocer sus dulces caseros y algunos, los asados que les serviría de
cena) estaba helado de frio, pero con una sonrisa preguntó por los críos y mi
abuela le dijo que ya estaban durmiendo, que así por lo menos no sentían el
hambre. Mi abuelo sacó entonces todo los que había ganado esa noche, que
llevaba envuelto en un trapo, y lo puso encima de la mesa diciendo: Vamos a
despertarlos. Mi abuela, enseguida dispuso las viandas para que las viesen los
niños al levantarse: tortas de pascua, mantecados, tortas de naranja, rollos de
vino… manjares que venían de familias menos pobres que habían ido a cocerlos al
horno donde trabajaba su marido.
Así que, casi llegando a la
madrugada, despertaron a sus hijos que se alegraron al ver toda la comida que
había sobre la mesa y todos compartieron, unidos, lo que había traído el padre,
fruto de su trabajo. Esa Nochebuena la recordarían siempre con una mezcla de
alegría y de tristeza. Mi abuela en esa cena si tenía hambre y miraba,
satisfecha, como comían sus hijos que volverían a dormirse, ahora con los
estómagos llenos.
Esta historia familiar me
conmueve cada vez que me viene a la memoria. Es una historia de posguerra, de escasez
y de hambre que se repetía en muchos hogares humildes, hogares en los que las
mujeres casi nunca tenían hambre.
Los hombres tenían que
alimentarse para ir a trabajar, los niños para crecer y los ancianos para
seguir viviendo; las mujeres hacían honor a ese dicho popular “se quitaban el
pan de la boca para dárselo a sus hijos”. A esas mujeres mi reconocimiento y mi
recuerdo emocionado. Ellas si estaban empoderadas, eran fuertes y resistieron
una vida de dureza inimaginable hoy.
Esto saldrá publicado en
Nochebuena de 2021 y, a pesar de la difícil situación por la que estamos
pasando, no puedo dejar de recordar a aquellos hombres y mujeres, que vivieron
en los años cuarenta, para quienes las Navidades eran frías y oscuras; con las
mesas vacías y llenos de miedo; con tristeza en la mente y los cuerpos
hambrientos. Por eso, a veces, me avergüenzo de quejarme (aunque tenga
derecho).
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