En esta época del año me resulta
inevitable no sentir añoranza por lo que ya no está aunque siga vivo en mi
memoria. Casi todo está relacionado con la vida en casa de mis abuelos maternos
que estos días se transformaba para mí en el mejor sitio del mundo para pasar
las vacaciones de Navidad. Es increíble la capacidad de los niños para
convertir, con su imaginación, cualquier lugar en algo fantástico. Ahora que
soy abuela lo veo en mis nietos, me maravilla como la realidad tiene para ellos
una lectura diferente.
La casa de mis abuelos estaba
llena de rincones que mi imaginación vestía de historias. En la habitación de
mi bisabuela, de la que ella apenas salía, pasaba largas horas sentada a su
lado escuchando lo que me contaba de su
vida en África cuando su marido era sastre del ejército español en Marruecos,
del viaje de vuelta a España en barco que fue una dolorosa y larguísima
travesía con un bebé muerto en brazos…En un rincón de su habitación había un
enorme arca donde se guardaban los dulces que quedaban después de la Navidad y
que se iban sacando poco a poco.
Otro rincón favorito era en el
que me escondía para leer las novelas de amor de mi tía o los comics de uno de
mis tíos. Sabía esconderme tan bien que a veces pasaban casi a mi lado y no me
veían. Yo escuchaba mi nombre una y otra vez pero me resistía a salir del lugar
donde me encontraba en secreto con parejas enamoradas o superhéroes con capa.
Como era la nieta mayor, a veces
mi abuela me concedía el capricho de darme un vasito de café de malta con mucho
azúcar o con leche condensada. A mí me sabía a gloria aquella bebida calentita
que me hacía sentirme mucho mayor e importante, sobre todo si la compartía con
ella. En esta casa vivía mi tía que era modista, el ser la sobrina mayor
(aunque sólo tendría nueve o diez años) también supuso que se me incluyera en
su círculo de modistillas que todas las tardes se reunían a coser, charlar y
escuchar radionovelas. Algunas tardes la reunión era en casa de una modista de
más edad que era la maestra, se llamaba Teresa. Durante esas tardes aprendía
mucho del mundo femenino de aquella época y de sus opiniones sobre los hombres.
Estas tardes tenían una banda sonora que incluían, además de las radionovelas,
el consultorio de Elena Francis y las canciones de Adamo y Raphael.
Mis abuelos no querían que les
llamase abuelos así que, hasta muy tarde, para mi fueron Mercedes y Jesús. Esto
enfadaba a la familia y todos les decían que era una falta de respeto que una
nieta llamase a sus abuelos por el nombre. Yo no lo entendía así, sabía que
eran mis abuelos y los quería y respetaba pero también sabía que eran dos
personas llamadas Mercedes y Jesús. Con el tiempo ganaron los convencionalismos
y les llamé abuelos.
La nostalgia, quizás este año más
que otros, es un sentimiento frecuente durante el mes de diciembre, pero es una
nostalgia bonita, de recuerdos amables llenos de conversaciones, rincones
secretos y fantasía alimentada por todo lo que me rodeaba. La niña que aún vive
en mí se pasea por el pasado y vuelve a oler el café de malta, el arca de los
dulces, las telas que cosían con hábiles manos las modistas y el fragante aroma
de la leña quemada que invadía las calles.
"Tombe la neige" Salvatore Adamo.
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