Parece inevitable que esta semana hablemos de volcanes. Tras un año de azote pandémico el 2021 comenzó con nevadas espectaculares (la Naturaleza cuando se pone, se pone) el verano que acabamos de dejar atrás, por lo menos en el calendario, ha sido de temperaturas extremadamente altas que han sumado agotamiento físico a ese otro agotamiento mental que arrastrábamos fruto de todo lo vivido a lo largo del 2020.
Ahora un fenómeno natural nos maravilla y nos estremece, la erupción de un volcán en la isla de La Palma se ha convertido en el protagonista. La belleza de las imágenes nocturnas que nos dejan esas lenguas de lava incandescente casi nos hace olvidar la terrible realidad que las acompaña.
Según la mitología, a la que me gusta recurrir de vez en cuando, en la Roma antigua Vulcano era el dios del fuego, de los volcanes, protector de los oficios relacionados con los hornos: panaderos, cocineros, pasteleros y la forja de los metales.
El 24 de octubre del año 79 de nuestra era, ocurrió el desastre volcánico más tristemente conocido que quedaría en el imaginario colectivo de nuestra historia; la erupción del Vesubio tuvo como consecuencia la muerte de miles de personas y la destrucción de ciudades enteras como las conocidas Pompeya y Herculano que quedaron enterradas hasta que en 1874 comenzaron los trabajos de arqueología que tanta información nos vienen dando sobre las formas de vida suspendidas de manera fulminante por la invasión del magma en hogares y calles.
En literatura, Julio Verne nos lleva, mediante la imaginación y la ficción, a las entrañas de un volcán en su novela “Viaje al centro de la Tierra” que escribió en 1864. Los volcanes que han poblado la historia, las leyendas y la literatura aparecen, casi como seres vivientes que palpitan, rugen y se enfurecen, sacando de las entrañas terrestres la rabia de una Tierra que, a veces, nos muestra sus síntomas.
Está claro que erupciones volcánicas ha habido desde el inicio de los tiempos, sembrando el terror cuando se atribuían a la ira de los dioses y también ahora que tenemos explicaciones científicas que nos lo aclaran casi todo. Pandemias también se han dado, de todas las clases y magnitudes, pero siguen aterrando al ser humano frágil e indefenso a pesar de los avances médicos. Algo que también ha existido siempre es el odio, arraigado a la parte más atávica del ser humano, esa que nos vincula con los animales. La Historia está llena de erupciones de odio reflejadas en genocidios y guerras, acciones paralelas a la existencia del Hombre. Deberíamos de ser capaces de seguir sintiendo rechazo ante esas otras erupciones, cuando vemos a grupos de personas enardecidas por una rabia irracional que les hace gritar y amenazar a quienes no son como ellos creen que deben ser.
La erupción de un volcán nos impresiona, nos duele ver una isla desolada y personas cuyos hogares han quedado inundados por el ardiente vómito terrestre, aunque, ahora, como todo va tan deprisa, corremos el riesgo de que el fulgor de estas imágenes oculte aquellas otras ocurridas en Chueca el pasado fin de semana, donde el odio humano inundó las tranquilas calles.
“El corazón de la Tierra tiene hombres que le desgarran. La Tierra es muy anciana. Sufre ataques al corazón en sus entrañas. Sus volcanes, laten demasiado por exceso de odio y de lava. La Tierra no está para muchos trotes, está cansada. Cuando entierran en ella niños con trozos de metralla, le dan arcadas.” (El corazón de la Tierra. Gloria Fuertes.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario