Con este
escrito termino la serie veraniega y me despido hasta el mes de septiembre en
que volveremos a encontrarnos en estas páginas. “Agosto. Contraponientes de
melocotón y azúcar, y el sol dentro de la tarde, como el hueso de una fruta. La
panocha guarda intacta su risa amarilla y dura. Agosto. Los niños comen pan
moreno y rica luna” Agosto. García Lorca.
Durante muchos
años mi trabajo ha sido el de cocinera. Cuando en cocina se elaboraba un nuevo
menú, de creación propia del restaurante o adaptado de otras culturas o
regiones, era frecuente darlo a probar a los compañeros para que diesen su
opinión. Casi siempre había alguien que decía: “esto está malo” a lo que yo le respondía:
“no está malo, a ti no te gusta, que es diferente”. Todos tenemos unos sabores
en la memoria gustativa, relacionados con nuestra historia y la historia de
nuestra familia que son nuestra vara de medir lo que nos gusta y lo que no.
He sido
seguidora de concursos televisivos de cocina, tanto de España como de otros
países. Una situación que se daba a menudo en todos ellos era que los
concursantes, a la hora de defender o nombrar su elaboración culinaria, hacían
referencia a los sabores de las madres o las abuelas, aunque la mayoría de las
veces fuese buscando el aplauso emocional.
Nuestra memoria
está llena de recuerdos ligados a los olores y sabores que nos han acompañado a
lo largo de nuestra vida. Desde los primeros desayunos con leche de cabra (aún
no habían llegado las vacas a nuestra dieta). Esta leche había que hervirla
bien antes de tomarla para evitar coger las fiebres maltesas, algunas madres la
hervían poniéndole una corteza de limón que atenuaba el fuerte sabor. Los
guisos de las abuelas. Los dulces sólo en épocas especiales como Navidad o
Semana Santa. El olor del estofado cuando la olla se ponía a hervir. Las
mermeladas y su aroma típicamente veraniego. Las conservas de tomate. Las
olivas aliñadas, para las que cada casa tenia un modo de elaboración. El arrope
calabazate que, a pesar de su intenso dulzor, debía de pasar antes por una
disolución de cal en agua. Cada persona tiene su propia historia culinaria y
aun viviendo bajo el mismo techo, no hay dos historias iguales.
Sin darnos
cuenta desde un principio vamos eligiendo, a unos les gusta el sabor del
comino, a otros no les gusta el sabor del pimiento, el ajo o la cebolla pueden
ser odiados o adorados, y, así con el paso del tiempo y sin apreciarlo, cada
uno vamos conformando nuestra propia “despensa” en la que, sin duda, habrá
muchos ingredientes de aquellos que usaban nuestras madres y abuelas, pero
otros muchos los habremos ido agregando nosotros.
La convivencia
con otras culturas es un rasgo predominante de la sociedad actual. Los
establecimientos de alimentación han ido incorporando a sus lista de ofertas
muchos de los ingredientes utilizados en sus países de origen. Con esta
mescolanza se han visto enriquecidos, y a veces modificados, muchos de nuestros
guisos tradicionales. Conocemos el ceviche que es como nuestro salpicón, pero
con cilantro y lima en vez de vinagre. Del
coco, que solo lo usábamos seco y rayado en repostería, ahora tenemos a nuestro
alcance su agua y su leche que podemos utilizar tanto en elaboraciones dulces
como saladas. Se pueden encontrar ingredientes aún más ajenos a nuestra cultura
como el wasabi, la salsa de soja, las algas etc..
Al final vamos
eligiendo, esto de aquí, esto de allá, y según nuestro particular gusto, vemos
como al abrir el frigorífico, podemos encontrar una bandeja de sushi al lado de
unas tortillas para tacos mexicanos, humus o una fuente de ensalada de cuscús,
mientras nuestra cocina huele al pisto que estamos cocinando y al arroz con
leche de coco que acabamos de apartar del fuego.
El poder
evocador de los sabores y olores también actúa sobre nuestro estado emocional
para ser consuelo y refugio (o, todo lo contrario). “..necesito alguien que me
emparche un poco y que limpie mi cabeza. Que cocine guisos de madre, postres de
abuela y torres de caramelo…” Necesito. Sui Generis.
"Necesito" Sui Generis
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