Hace un año, por estas fechas,
nuestro pueblo lucía engalanado para la Navidad. Las actividades propias de
estas fechas ya estaban programadas, los villancicos se escuchaban en la calle
y en todos los locales donde la actividad comercial estaba en ebullición. Los
restaurantes hacían acopio de viandas que llenarían las mesas en las comidas de
empresa y en las celebraciones posteriores. Las tiendas de ropa, zapatos,
alimentación, libros, perfumes etc. encaraban con ánimo una de las fechas más
rentables de todo el año.
En los hogares nos preparábamos
para vivir las “fiestas más familiares”, poniendo el árbol y los adornos,
planificando comidas, pensando en que regalo era mejor para cada uno. La vida
transcurría inmersa en la celebración de un evento que a ninguno dejan
indiferente
Si entonces nos llegan a decir lo
que venía de camino, nadie lo hubiera creído. Esas cosas nunca nos pueden pasar
a nosotros, eso sólo pasa en otros sitios.
Pero no sólo nos ha pasado, si no
que ya casi nos hemos acostumbrado. Y oímos hablar de contagios y muertos con
total normalidad. 67 millones de contagios y mas de un millón y medio de
muertos en todo el mundo son los números que nos deja la pandemia que comenzó
en marzo. Sólo diez meses han sido suficientes para que hablemos de esas cifras
como de algo ajeno a nosotros. Nos hemos acostumbrado a los comunicados
oficiales semanales y los miramos como quien mira los resultados del futbol.
Y es que las cifras, los números,
son eso, números. Y no queremos ver que detrás de todos y cada uno de los
dígitos que forman las cifras hay seres humanos que han dejado de existir.
Personas que son padres, madres, abuelos e hijos de otras personas. Pero claro, viendo sólo los números, todo es
mucho más fácil. Cientos, miles, millones, son cantidades sin rostro, sin
sentimientos, sin sueños e ilusiones, sin familias, sin vidas.
Ahora nos encontramos inmersos en
una “Nueva Navidad”, llena de restricciones impuestas por el gobierno, que
cumplimos porque nos obligan.
La pandemia ha dejado al
descubierto la fragilidad e inmadurez de nuestra sociedad. A pesar de la
gravedad de la situación que se está viviendo, no somos capaces de cumplir las
normas mínimas para evitar contagios y tienen que sernos impuestas como si
fuésemos niños o adolescentes que intentan, por todos los medios, saltarse las órdenes
familiares.
Hace poco coincidí en un comercio
de nuestro pueblo con una enfermera que trabaja en un hospital de Murcia,
estaba indignada, dolida y triste ante la actitud y comportamiento
irresponsable de tanta gente, “me gustaría que estuviesen delante cada vez que
tenemos que cerrar la cremallera de una bolsa que contiene un muerto por
Coronavirus”, su cara de cansancio decía más aún que sus palabras.
Y no es cuestión de tener o no
tener miedo si no de mirar a la realidad y hacerle frente con los medios que
tenemos, protegernos y proteger a los demás. Esta Navidad que ahora empieza
tiene que ser diferente porque es la única manera de asegurarnos otras
navidades.
No hay mayor desatino que un adulto comportándose como un niño. Nosotros ¿seguiremos comportándonos como niños? ¿buscaremos el menor resquicio para saltarnos la ley? ¿seguiremos mirando sólo los números? ¿diremos como Scarlett O´Hara en Lo que el viento se llevó “hoy estoy muy cansada para pensar, ya lo pensaré mañana”?. Porque, para quienes aún no se ha dado cuenta, es precisamente el mañana lo que hoy está en juego.
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