Síndrome: “Conjunto de
síntomas que se presentan juntos y son característicos de una enfermedad o de
un cuadro patológico determinado provocado, en ocasiones, por la concurrencia
de más de una enfermedad”. Esta es la definición que nos da el
diccionario, sin embargo, el término se ha extendido y se utiliza para nombrar
cosas muy diversas.
La primera vez que oí la palabra
síndrome relacionada con algo que no era una enfermedad fue cuando en 1974
Patricia Hearst fue secuestrada y como, después de que su familia pagó el
rescate, ella decidió unirse a la causa de sus captores. Esto fue algo
inaudito, nadie podía comprender que una niña rica decidiese renunciar a su
vida de lujo para unirse a un grupo de rebeldes. Había que darle una
explicación y se le puso el nombre de “síndrome de Estocolmo” a lo que se podría
describir como el vínculo emocional surgido entre una víctima y su agresor.
Durante los años ochenta y
noventa nos familiarizamos con el “síndrome de abstinencia”, consecuencia de
una época en que el consumo de drogas tuvo uno de sus momentos álgidos. Sus
protagonistas: la heroína, el Torete, el Vaquilla, Antonio Vega, Enrique
Urquijo, el VIH, los traficantes etc.. nos mostraron la cara oscura de una libertad
recién adquirida, sin manual de uso, y de quienes pretendían beberse la vida en
tragos largos sin conocer aún las consecuencias.
Como la palabra síndrome parece investir
de una cierta dignidad cualquier debilidad humana, estos se han ido multiplicando
para denominar a malestares que van unidos a la vida misma, como “el síndrome
del nido vacío” (uno de los más recientes), con el que se han llenado páginas y
páginas de literatura psicológica para hablar del duelo que los padres pueden
sentir cuando un hijo se independiza o “el síndrome de Peter Pan” cuando nos
referimos a los adultos que se comportan como críos.
Últimamente se ha acuñado la
expresión “el síndrome de la cabaña”, sinónimo del miedo que sufren muchas
personas a salir de casa, tras el confinamiento por la pandemia del Coronavirus,
e incorporarse a los espacios y nuevos modos de vida propios de la desescalada.
Y yo me pregunto si no es lo mas
natural del mundo sentir ese miedo, siempre que no nos paralice. No sentir
temor ante la situación que hemos vivido (y lo que nos queda por delante), no
parece cosa de valientes sino de inconscientes.
Echar por tierra, el trabajo de
tantos profesionales sanitarios, que los mares vuelvan a aparecer contaminados
(ahora por mascarillas), la ausencia de memoria reciente olvidando los momentos
en que han llegado a fallecer cerca de mil personas diarias, la falta de
respeto a todas ellas. Actuar ante la incertidumbre como si todo fuera cierto.
Continuar la vida como si nada, ante una de las crisis más grandes que se han
conocido a nivel mundial, no deja en muy buen lugar al ser humano.
Terrazas de bares y restaurantes
llenas sin guardar las medidas de precaución, fiestas privadas con aforo ilimitado,
botellones multitudinarios…son algunas de la imágenes que estamos viendo
durante el desconfinamiento. Que las
ansias por consumir sean mayores que las ganas de vivir nos están mostrando a
una sociedad enferma, susceptible de ser objeto de un nuevo síndrome al que yo
llamaría, utilizando términos gastronómicos, “nos falta un hervor”.
(Descubrimiento durante el confinamiento)
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