Octubre huele a fiesta, sus días tiene el color amarillento
de un sol marchito, extenuado tras el intenso verano, el aire trae, por fin,
una brisa fresca. A veces me gustaría volver por un momento a
mi niñez para comprobar si es verdad que entonces todo olía y lucía mejor o
sólo es mi particular idealización de la infancia.
Estos días de feria, en los que una lesión de rodilla me
tiene forzosamente recluida, observo desde la distancia
En los años sesenta, la feria era tan importante y tan diferente.
Unos días que los niños esperábamos con afán, porque, exceptuando el día de
reyes, era el momento en que nos compraban un juguete, nos “enferiaban”. Íbamos
con nuestros padres y echábamos a la tómbola, poco, porque no había, con la
esperanza de conseguir, en mi caso, una muñeca.
No había chiringuitos, ni feria de día, ni de tarde. Había
puestos de turrón, del blando, del duro, y aquel que llevaba frutas de colores
que lucían como piedras preciosas. En estos puestos también servían copitas de
anís, mistela, coñac, aguardiente y poco más.
Como atracciones teníamos los caballitos, el tren de la
bruja, los coches eléctricos, a veces, venia una noria. También estaba la
“caseta de los tiros” sólo para chicos. Antes de la feria se elegía a la reina
de las fiestas.
Todo acababa con el castillo de fuegos artificiales, el día
de la patrona, al que asistíamos entre aterrados y maravillados, aferrándonos a la
mano de los adultos.
Este año, desde la distancia, como ya he dicho, a pesar de la
cantidad de actividades y festejos que se han ido añadiendo a lo largo del
tiempo a las fiestas patronales, sólo he podido asistir a una, al castillo.
Los fuegos artificiales me parecen el acto más democrático de
todas las fiestas, es el único del que pueden participar todos los alhameños,
se ve desde todo el pueblo y no hay que pagar por verlo.
A veces leo comentarios contra los fuegos de artificio,
incluso piden su prohibición, porque asustan a los animales.
A mí, estas cosas, no dejan de sorprenderme y pienso en los
niños que viven en zonas de guerra, los que huyen del estruendo y la muerte que
produce otra clase de pólvora, niños de los que nadie se acuerda.
Me da por pensar que los niños de estos lugares, son
tratados por todos nosotros peor que si fueran animales.
Y creo que los fuegos artificiales sirven o deberían de
servirnos, para celebrar la vida, utilizando como divertimento, en tiempo de
paz, lo que aquí, en otras épocas y, hoy, en otros sitios sólo produce muerte.
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