Ir a ver los
carteles es una expresión que ahora no significa nada pero que para los de mi
generación eran el preámbulo de una ilusión. En esos años, los jóvenes, no
teníamos muchas cosas dónde elegir a la hora de divertirnos, sin duda una de
ellas era el cine. Ir al cine era todo un proceso que comenzaba yendo a “ver
los carteles”.
El precioso y ya
desaparecido “Salón Espuña era el lugar donde se proyectaban las películas. Al
entrar te encontrabas con un gran vestíbulo (para mí, entonces, lo era) donde
se podían ver grandes carteles, colgados de las paredes, con fotogramas de las
diversas películas que se proyectarían próximamente, ahí comenzaba la magia.
Podíamos pasar horas mirando para elegir lo que veríamos, nuestro interés
siempre eran los miércoles, día del productor, que era más barato, y, a veces
los fines de semana que solía ser programa doble.
El día elegido
siempre quedábamos un rato antes de las cuatro de la tarde. Aun no estaba la
costumbre de quedar a tomar café (tampoco había dónde), pero íbamos a la
confitería de Juanico que estaba enfrente del Jardín de los Patos y comprábamos
la merienda, en el quiosco de la Tía Joaquina nos aprovisionábamos de un
cartucho de pipas o torraos (el cartucho era la manera de envolver, lo que
comprabas, en papel de estraza. También se usaba este sistema en las tiendas
que vendían a granel. Las bolsas de plástico no formaban parte de nuestras
vidas)
El recinto de
salón Espuña constaba de varias partes: la primera era el nombrado vestíbulo,
desde el, atravesando unas grandes puertas, se llegaba al ambigú, zona que
rodeaba a todo el salón, allí se encontraba la cantina en la que vendían
bebidas. A ambos lados del salón, donde estaba el escenario-sala de proyección,
había dos puertas de acceso al mismo, cubiertas con pesadas cortinas que
impedían pasar la luz. Cruzar esas cortinas era pasar a otro mundo, la realidad
se quedaba afuera.
Allí nos
enamorábamos de actores inalcanzables y vivíamos las más aguerridas aventuras
en las que siempre sabíamos, sin género de dudas, quienes eran los buenos, a
los que aplaudíamos con entusiasmo, y quienes los malos, que eran abucheados
con igual fervor.
La sesión era
continua, podías estar toda la tarde viendo las mismas películas una y otra
vez. Alargando todo lo posible el momento de volver a cruzar el telón de la
puerta.
Como se ve el
cine actualmente, a mí me va genial, tengo al alcance la posibilidad de ver
desde casa cualquier película. Sin embargo nada puede sustituir ir al cine, y,
por supuesto, nada podrá sustituir el ver una película desde los incómodos
tablones del “gallinero” o desde las hundidas butacas, mientras soñabas y
descubrías otro mundo más amable que el que había afuera.
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