26 oct 2021

EL SIGLO DE LAS LUCES

                                                   



                                                           

En ciertas ocasiones me tengo que parar y pensar dos veces cuando soy consciente de los cambios que hemos vivido quienes, como yo, nacimos en la segunda mitad del siglo XX. Estos últimos meses en los que el precio de la luz es noticia un día sí y otro también, me ha ocurrido a menudo. 

Cuando era niña, se iba la luz con mucha frecuencia, eso formaba parte de la normalidad de entonces. En cada casa había diferentes formas de hacer frente a estos imprevistos. En las casas de los abuelos, que en un principio no tuvieron luz eléctrica, había candiles de aceite hechos de latón donde se impregnaba una mecha de algodón que cuando se hacía arder iluminaba suavemente la estancia donde estaba, también había velas de cera.

En casa de mis padres, que ya tuvieron luz desde el principio, cuando esta faltaba se echaba mano del quinqué de petróleo, estos tenían un depósito de cristal donde se echaba el combustible y donde se ponía la mecha de algodón que salía a la tulipa también de cristal. Al encenderse, mediante una ruedecita, se podía dar más o menos luz según se sacase más o menos mecha. Estos quinques alumbraban mejor que los candiles y no producían humo; por supuesto nunca faltaban las velas. Fue todo un acontecimiento el día en que mi padre apareció con una linterna.

En nuestro pueblo eran muy comentados los apagones cuando estos ocurrían durante la proyección de una película en el salón Espuña, el trajín que se producía en la oscuridad y las idas y venidas del acomodador con su linterna.

Los apagones no nos importaban a los niños, podíamos seguir jugando o leyendo a la luz del quinqué. Los mayores tampoco se preocupaban mucho, “ya vendrá”, no había comida que pudiese echarse a perder, la poca que se tenía en las casas de aquellos tiempos se guardaba en la fresquera o colgada, si se trataba de algún tipo de embutido.

Quien tenía el lujo de una nevera, esta solía abastecerse con barras de hielo que se repartía por las casas. Estas neveras tenían un pequeño grifo por el que salía el agua del deshielo, (nunca he probado un agua más rica).

No sé en qué momento cambió todo. Un día dijeron que la luz que teníamos que era de 125 iba a ser de 220; yo no sabía muy bien que quería decir aquello, pero sí que todo se iluminaría mejor pero que habría que renovar la instalación. La luz dejó de irse. Las casas se llenaron de artilugios que necesitaban electricidad y que poco a poco se fueron haciendo imprescindibles. Los candiles y quinqués pasaron a formar parte de la decoración hogareña. Se pusieron farolas en todas las calles del pueblo. Aparecieron en las cocinas los tubos fluorescentes que en las pelis americanas se llamaban de neón.

La expansión eléctrica que se vivía en los hogares se multiplicaba cuando hablamos de industria, ocio y demás sectores de la economía. Las ganancias del sector eléctrico pasaron a tener una gran importancia. Hoy en día no podríamos pasar sin la energía eléctrica. Aires acondicionados, calefacciones, frigoríficos, televisiones, ordenadores, móviles, vehículos de transporte etc. Dependemos de ella y por ello, desde hace mucho tiempo hay quienes se aprovechan y utilizan cargos públicos para medrar en cualquiera de las empresas que gestionan este tipo de energía.

Ya vamos de camino al invierno del año 21 del siglo XXI y, a pesar de todos los avances y de todos los bolsillos que se han llenado con sólo girar una puerta, hay zonas en nuestro país como la Cañada Real de Madrid que siguen inmersas en un apagón sin fin. Cuando me paro a pensar…

                                                 

                                          "Algoritmo" Laura Sam y Juan Escribano.

                                   

 

  (Artículo publicado en el número 1.218  del periódico Infolínea)



21 oct 2021

ESTACIONES

                                             


Desde semanas antes de que se declarase el estado de alarma por Covid no había vuelto a viajar en tren. Hace quince días volví a hacerlo. Salí de Alhama con destino a Madrid en un tren que hacía el recorrido Águilas-Chamartín cada fin de semana, los viernes salía de Madrid y el domingo la vuelta a la inversa. Este tren se puso, en un principio, para satisfacer las demandas de usuarios madrileños o murcianos que trabajaban en Madrid y querían pasar los fines de semana del verano en las playas murcianas; mas tarde y debido a la aceptación que tuvo, se dejó funcionando durante todo el año. Siempre que he usado este servicio, el tren en iba lleno de viajeros.

Como digo, Sali de Alhama un domingo, de nuestra pequeña estación una tarde calurosa del mes de septiembre, el tren venía ya casi lleno y, a pesar de las medidas y precaución actuales, volví a sentir la emoción de emprender un viaje. Entonces no fui consciente de que era el último viaje de este tren.

Llegué a Chamartín, estación que me resulta familiar y que, a pesar de su tamaño, conserva la medida justa para no hacerte sentir pequeño, con una mirada alrededor abarcas todo el entorno. Durante mi estancia tuve conocimiento del, ya anunciado, cierre de las líneas de cercanías Murcia- Águilas y me di cuenta de que ese rato que pasé en la estación de Alhama un domingo por la tarde no volvería a repetirse.

Para volver, lo hice desde la estación de Atocha, lo que me resultó bastante estresante: control de equipajes, control de billetes (dos veces) y una estación inmensa en la que multitud de viajeros caminaban en las distintas direcciones que les marcaba su billete. Varias plantas y zonas comerciales que se entremezclaban con los controles de pasajeros y la presencia, para siempre, de un terrible e imborrable suceso. El tren que tomé era un Alvia que hizo el trayecto hasta Murcia en poco más de tres horas, el viaje fue cómodo y, como siempre, lleno de viajeros.

Cuando llegamos a Murcia ya era de noche, lo que contribuyó a la sensación de irrealidad que sentí al bajarme del tren. ¿Dónde estaba la estación? ¿qué era aquello?. Quienes, como yo, hacía tiempo que no pasábamos por allí, nos mirábamos extrañados y acabamos por seguir a quienes si parecía que sabían donde estaban. Llegamos a una pasarela alumbrada con una luz blanca con tonalidades verdosa por el efecto del color de las vigas que la forman. Esta pasarela te conducía a unos ascensores que subían a una planta superior donde seguía aquella pasarela cubierta hasta otros ascensores/escaleras mecánicas que volvían a bajarte a ras del suelo. Salí al aire libre y me pareció estar en otro lugar. Parecía una zona catastrófica, la gente comentaba que lo primero que hicieron al cancelar el servicio de trenes de cercanías fue arrancar las vías para que no hubiese marcha atrás.

                                        

Aquello no era ya, ni volvería a serlo, la estación de tantos recuerdos, de esperas interminables con un libro en la mano que a veces había comprado en la misma estación (si, hubo un tiempo en que en las estaciones de tren había librerías). La cercana estación de policía con sus furgones estacionados en la puerta principal y con las luces de las sirenas encendidas acentuaron mi sensación de irrealidad y desasosiego.

Creo que viajar en tren no volverá a ser lo mismo a partir de ahora. ¿más rápido? quizás. Pero se ha conseguido, en nombre del progreso, quitar todo el placer de viajar sin prisa,  tener puntos de partida con los que sentirse identificado, que desaparezca el encanto de nuestras preciosas estaciones de tren (de eso en Alhama ya sabemos algo) y, desde luego, no me gusta lo que veo.

        

   (Artículo publicado en el número 1.217  del periódico Infolínea)

12 oct 2021

ERUPCIONES

                                   





Parece inevitable que esta semana hablemos de volcanes. Tras un año de azote pandémico el 2021 comenzó con nevadas espectaculares (la Naturaleza cuando se pone, se pone) el verano que acabamos de dejar atrás, por lo menos en el calendario, ha sido de temperaturas extremadamente altas que han sumado agotamiento físico a ese otro agotamiento mental que arrastrábamos fruto de todo lo vivido a lo largo del 2020.

Ahora un fenómeno natural nos maravilla y nos estremece, la erupción de un volcán en la isla de La Palma se ha convertido en el protagonista. La belleza de las imágenes nocturnas que nos dejan esas lenguas de lava incandescente casi nos hace olvidar la terrible realidad que las acompaña.

Según la mitología, a la que me gusta recurrir de vez en cuando, en la Roma antigua Vulcano era el dios del fuego, de los volcanes, protector de los oficios relacionados con los hornos: panaderos, cocineros, pasteleros y la forja de los metales.

El 24 de octubre del año 79 de nuestra era, ocurrió el desastre volcánico más tristemente conocido que quedaría en el imaginario colectivo de nuestra historia; la erupción del Vesubio tuvo como consecuencia la muerte de miles de personas y la destrucción de ciudades enteras como las conocidas Pompeya y Herculano que quedaron enterradas hasta que en 1874 comenzaron los trabajos de arqueología que tanta información nos vienen dando sobre las formas de vida suspendidas de manera fulminante por la invasión del magma en hogares y calles.

En literatura, Julio Verne nos lleva, mediante la imaginación y la ficción, a las entrañas de un volcán en su novela “Viaje al centro de la Tierra” que escribió en 1864. Los volcanes que han poblado la historia, las leyendas y la literatura aparecen, casi como seres vivientes que palpitan, rugen y se enfurecen, sacando de las entrañas terrestres la rabia de una Tierra que, a veces, nos muestra sus síntomas.

Está claro que erupciones volcánicas ha habido desde el inicio de los tiempos, sembrando el terror cuando se atribuían a la ira de los dioses y también ahora que tenemos explicaciones científicas que nos lo aclaran casi todo. Pandemias también se han dado, de todas las clases y magnitudes, pero siguen aterrando al ser humano frágil e indefenso a pesar de los avances médicos.  Algo que también ha existido siempre es el odio, arraigado a la parte más atávica del ser humano, esa que nos vincula con los animales. La Historia está llena de erupciones de odio reflejadas en genocidios y guerras, acciones paralelas a la existencia del Hombre. Deberíamos de ser capaces de seguir sintiendo rechazo ante esas otras erupciones, cuando vemos a grupos de personas enardecidas por una rabia irracional que les hace gritar y amenazar a quienes no son como ellos creen que deben ser.

La erupción de un volcán nos impresiona, nos duele ver una isla desolada y personas cuyos hogares han quedado inundados por el ardiente vómito terrestre, aunque, ahora, como todo va tan deprisa, corremos el riesgo de que el fulgor de estas imágenes oculte aquellas otras ocurridas en Chueca el pasado fin de semana, donde el odio humano inundó las tranquilas calles.

“El corazón de la Tierra tiene hombres que le desgarran. La Tierra es muy anciana. Sufre ataques al corazón en sus entrañas. Sus volcanes, laten demasiado por exceso de odio y de lava. La Tierra no está para muchos trotes, está cansada. Cuando entierran en ella niños con trozos de metralla, le dan arcadas.” (El corazón de la Tierra. Gloria Fuertes.)

   (Artículo publicado en el número 1.214  del periódico Infolínea)