La antesala de la Navidad se transforma para mi en una gran magdalena que pone en marcha los recuerdos infantiles, procuro capturarlos de alguna forma para tenerlos siempre y también para mantener la memoria de quienes los compartieron conmigo, haciendo con ello que fuesen unas fiestas, siempre esperadas, que dejaron en mí imágenes felices.
La Navidad, y sus preparativos previos, van ligados al trabajo, los sabores y los olores. En mi familia materna eran panaderos y por estos días empezaba el ajetreo para elaborar los dulces navideños que más tarde se venderían a las parroquianas que no hacían los suyos propios. Se comenzaba por los productos que no necesitaban estar recién hechos para consumirlos, como los rollos de vino, los polvorones, los aguardentaos o los pasteles de cabello; en los días más cercanos a Navidad, se harían las tortas de naranja, las tortas bastas, los cordiales, las magdalenas…todo artesanal; desde el cabello de ángel, con aquellas calabazas enormes y azúcar, hasta la manteca, derritiendo las mantecas de cerdo y apartando los chicharrones que se utilizarían, después, en riquísimas tortas.
Las vecinas que hacían sus
propios dulces se acercaban a cocerlos al horno moruno, de la panadería de mis abuelos. Al lado de ese horno y sentada en lo alto de un mostrador pasaba yo
horas y horas observando. Veía la magia que el calor ejercía sobre los
laboriosos dulces, escuchaba las conversaciones de las mujeres que esperaban
a que saliesen del horno sus viandas y que miraban, de reojo, las de la vecina para
ver si salían ganando en la comparación.
Durante esos días, las calles,
¡olían tan bien!. Era normal ver a chiquillos y chiquillas cargados con
llandas llenas de mantecados, pasteles, cordiales etc., camino del horno,
mientras sus madres se quedaban en casa amasando otra tasa, también podía verse
a mujeres con tablas sobre la cabeza, en la que reposaban las tortas bastas, bien arropadas para que no se "durmiesen", o los panes que alimentarían a la familia durante el
invierno.
Toda esta actividad impregnaba
las casas y las calles de una mezcla de olores que sólo se podía disfrutar
durante esas fechas: zumo de naranja, ralladura de limón, canela, anís,
almendras tostadas, mistela, manteca, azúcar…, todo eso unido a la fragancia de la leña quemada y a la de los braseros que se encendían, en cada puerta, al caer la tarde.
La vida ha dado un giro tan
drástico en tan poco tiempo. Ahora tenemos a nuestra mano miles de productos
procedentes de fábricas, que llenan los estantes de los supermercados, nuestras
casas y nuestros cuerpos. No nos cuesta nada aprovisionar las despensas de los mas sofisticados dulces, que sólo son eso… dulces.
Pienso en los niños, en los
adolescentes de estas generaciones de la prisa y la inmediatez, que conocen más
lo que es un panettone, un cup cake o una galleta de jengibre, que lo que son unas
tortas de “recao”. Que saben diferenciar entre los cientos de perfumes con los
que nos bombardean en estos días, pero no saben a qué huele la
harina de trigo recién tostada.
Pienso en ellos, en lo que se están perdiendo
aunque parezca lo contrario, y también en lo que nos estamos perdiendo.
"Canto de Navidad". Mujeres con raíz
.
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