“Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, guardé silencio, porque yo no era comunista. Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio, porque yo no era socialdemócrata. Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté, porque yo no era sindicalista. Cuando vinieron a llevarse a los judíos, no protesté, porque yo no era judío. Cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar”. Martin Niemöller.
El pasado 27 de enero, se
recordaba a nivel mundial la fecha en que se liberó el campo de exterminio de
Auschwitz.
Que enorme nos parece aquel
crimen contra la Humanidad y, la emoción, el recuerdo del Horror, nos impide
ver. La historia revivida por tantos libros, tantas películas, tantos
testimonios, nos impide ver. Ver más allá de la mirada.
Hasta el Horror se puede
idealizar y encasillar, situándolo en un espacio/tiempo que, desde la distancia
podemos mirar y escandalizarnos sin que nos suponga tener que actuar. Podemos
hacerlo desde la comodidad de nuestras casas, opinando sobre lo salvajes que
fueron unos y lo desgraciados que fueron otros. Es más, quien no ha pensado
alguna vez: ¿Y los alemanes, no se daban cuenta de lo que estaba pasando?
La filósofa Annah Arendt,
asistió como reportera al juicio del nazi Adolf Eichmann, a partir del cual escribió
“La banalidad del mal”. Estudiando la personalidad de quien era juzgado pudo
comprobar que, si bien es verdad que hizo cosas monstruosas, no era un
monstruo. Tenía conciencia de la diferencia entre el Bien y el Mal, pero nunca
se planteó lo que estaba haciendo, simplemente por un imperativo categórico: el
“sentido del deber”. Arendt descubrió que Eichmann se parecía demasiado a lo
que podríamos llamar el “Hombre corriente”, distingue entre el bien y el mal,
pero adolece de reflexión y pensamiento. Aquí ella incide en la diferencia
entre Conocimiento y Pensamiento.
Es verdad que todos conocemos
muchas cosas, estamos en la era del conocimiento y la información, vamos
almacenando datos e historias a un ritmo, quizás, demasiado acelerado. Somos
capaces de elaborar teorías y resolver problemas técnicos, escribir
memorándums, diseñar presupuestos, crear planes de acción urbanística etc. En
resumen, tenemos una relación fluida con lo externo, con lo que está afuera de
nosotros.
El pensamiento es algo más complejo.
Quedarse a solas con uno mismo, dialogar con el Daimon que decía Sócrates, e
intentar resolver los conflictos éticos y morales, eso es mucho más difícil y
he aquí dónde surge el problema.
Un ejemplo de actualidad, es
el problema de los refugiados sirios. Todos lo conocemos y como consecuencia:
nos lamentamos de su suerte, culpamos al terrorismo islámico, nos emocionamos
con sus niños muertos en las playas, nos amedrentamos con los posibles
terroristas camuflados entre ellos. Desde el confort de nuestros hogares
pensamos “pobrecitos, con el frio que hace en Europa” y, a continuación,
cambiamos de canal.
Nos resulta fatigoso pensar,
es molesto plantearse la posibilidad de estar siendo espectadores de otro
exterminio, no queremos ver que se está llevando a cabo un perverso proceso,
que está desproveyendo a miles de sirios de su humanidad, tratándolos como a
bestias. Cerrándoles las fronteras, hacinándolos en campos de refugiados (si no
han muerto en el camino), despojándolos de sus pertenencias, dejándolos dormir
en el suelo…
¿Pero y si son terroristas?
Esta idea nos consuela como hace muchos años justificaba el “sentido del deber”
de Eichmann “son judíos, son sindicalistas, son comunistas...”