Un año tras otro se sucedían las
mismas cosas, las mismas rutinas que comenzaba a saborear mucho antes de que
ocurrieran: los desayunos con el pan recién hecho, mojado en aceite de oliva y
espolvoreado con azúcar; las comidas, a la misma hora, cada uno en su sitio;
las lecturas en el silencio de la siesta; las meriendas bajo el emparrado del
patio; los polos de limón del carrito del Chambi; tomar el fresco mientras veía
Estudio 1 o Historias para no dormir. Veranos deliciosos e interminables, de
los que disfrutaba cada momento, en los que la sensación de placidez se hacía
extensiva a todo lo que me rodeaba.
Siempre estaré agradecida a quienes
me regalaron mis veranos infantiles, que supieron mantenerme al margen de la
dura realidad, que entonces se vivía, alejada del miedo, de la angustia, de la
incertidumbre, porque con ello hicieron que fuese una niña feliz.
Luego llegaron otros veranos y lo
cierto se tornó incierto. Estos veranos eran cada vez más cortos, y sólo
recuerdo los días de lluvia, donde vislumbraba que crecer significaba preguntar
cada vez más y saber cada vez menos. Así, inversamente
proporcional a mi aprendizaje era mi desconocimiento, cuanto más creía saber
más se encargaba la vida de demostrarme que andaba errada, aprendí a manejarme
en el caos y a construir a partir del mismo.
En el caótico verano que ahora
empieza, nada me recuerda a aquellos de mi infancia, nada parece estar en su
sitio y quienes creen estar en su sitio no deberían estarlo.
Pero claro, ahora también veo lo
que entonces no veía: que es importante lo que se dice y no lo que se grita;
que es más fuerte quien acaricia que quien golpea; que es más poderoso quien
manda en sí mismo que quien manda en los demás; que no hay mayor fanático que
quien no tiene ideas en las que sustentarse ni nadie más débil que un tirano;
que lo flexible tarda más en romperse que lo rígido y que la incertidumbre es
indispensable para crear algo nuevo.
Quitarse los miedos sacarlos afuera
Pintarse la cara color esperanza
Entrar al futuro con el corazón"
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