Creo que nunca dejará de
sorprenderme lo ilimitado que es el afán por tener o por consumir que
caracteriza a la sociedad actual. Quienes pertenecen a mi generación y han
nacido en una familia obrera saben lo diferente que era el mundo cuando
nosotros vinimos a él.
Una de las cosas que recuerdo y
que provocan esa sorpresa al compararlas con lo de hoy es como ha cambiado el
concepto de lo que es necesario. “necesito ir al super, que no me quedan
galletas (aquí cabe cualquier variedad de las decenas que hay a nuestra
disposición), yogures con bífidus, ni quinoa (imprescindible en las nuevas
dietas)”.
En los hogares del siglo pasado,
nuestras madres se las veían y se las deseaban para sacar adelante a los hijos
con el dinero (generalmente escaso) que sus maridos traían a casa cada semana, quienes
trabajaban en el campo solían cobrar los sábados. No había supermercados, las
tiendas de barrio eran como una prolongación de la economía familiar, vendían
“fiado” y la lista de parroquianos que tenían apuntados en sus libretas
abarcaba a la mayoría de las familias del entorno. Las madres decían “ve a la
tienda y que te den una cuarta de queso de bola y diles que pasará tu madre a
pagarlo” las madres aseguraban que lo hacían por no dar dinero a los niños, por
si lo perdían, la mayoría de las veces la realidad era que, hasta el sábado,
aún quedaban días, pero no pesetas.
A pesar de la falta de recursos,
no echábamos de menos nada. Durante los días de Semana Santa, Feria o Navidad ellas
conseguían que disfrutásemos de cosas a las que no teníamos acceso en otras
épocas del año: torrijas, arroz con leche, turrón o dulces navideños. Todo
sabía diferente y valorábamos lo que tanto esfuerzo costaba a nuestros padres.
Con los años se recuerdan olores
y sabores que han ido quedándose apartados del camino. El otro día vinieron a
mi memoria los de las “sopas de leche”, desayuno, y a veces cena, durante mi
infancia. En casa teníamos un corral con animales que nos proveían de gran
parte de nuestras comidas diarias: gallinas, patos, conejos y cabras; de estas últimas
era la leche que bebíamos. Mi madre, para disfrazar su fuerte sabor y olor, la
cocía con una cáscara de limón. Esta leche, pan duro y azúcar abundante eran
los ingredientes de las “sopas de leche” que nos servía, en tazones de loza, a
todos menos a mi padre que las prefería en un plato hondo.
Con ese desayuno cargado de
hidratos de carbono nos íbamos, unos al colegio, otros a trabajar y puedo
aseguraros de que los quemábamos antes de volver a casa.
Hoy, tenemos una variedad inmensa
de productos donde elegir, tanta que se puede llegar a anular la capacidad de
desear, llenando la despensa y frigorífico de cosas muchas veces innecesarias. La
nostalgia del tiempo pasado no camufla la dureza de aquella vida, pero tengo
serias dudas de que fuese menos saludable que la de hoy.
(Dedicado a mi madre y a todas
las madres que, en esos años, sabían sacar de donde no había)
"Mi niñez" Serrat
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