RECORDANDO
A OTRAS MUJERES EN EL 8 DE MARZO.
La vida de las mujeres, en los
pueblos, en los años 50/60, al igual que la de todos los españoles, no era
fácil, pero la de ellas era un poco más complicada.
En Alhama, la mayoría de las
calles en los barrios eran de tierra, no había alumbrado público. Cada casa
tenía una bombilla encima de la puerta principal, que se encendía al hacerse de
noche y que se apagaba cuando el último en recogerse, generalmente el padre o
el hijo mayor, cerraba la puerta.
Por aquel entonces el ámbito
público era mayoritariamente masculino, de las puertas para adentro comenzaba
el mundo femenino: labores de la casa, pero también creencias, supersticiones,
angustia y supervivencia.
Años oscuros y de absoluta
falta de derechos. No olvidemos que, las mujeres, aún estaban incapacitadas
para hacer cualquier compra o transacción económica; si trabajaban, su sueldo
lo podía cobrar su marido, no podían separarse; sí podían ser abandonadas, sin
ningún derecho, por sus parejas lo que jocosamente se denominaba el “ahí te
quedas”, si enviudaban y tenían un hijo varón este pasaba a ser el cabeza de
familia.
En este contexto social, vivía
en nuestro pueblo una mujer, poco convencional, que se convirtió en una
“aliada” del mundo femenino fue una mezcla de confidente, psicóloga y curandera
que les ayudaba en esa soledad que muy pocas veces podían compartir.
Era la señora Marcelina, o como
la llamaba todo el mundo, de forma familiar, “la tía de las hierbas”.
Doña Marcelina era una mujer
peculiar, su figura se reconocía a la legua. En mi memoria la recuerdo,
ataviada con una falda larga, pañuelo a la cabeza y un delantal “milagroso” del
que podía sacar cualquier remedio.
Quien la necesitaba se
acercaba a su casa para confiarle sus problemas y cuentan que tenía una mesa
inmensa, llena de bolsas y recipientes con toda clase de hierbas. Si tenías
“tristeza”, (entonces no se conocía la palabra depresión), dolores de cualquier
tipo, si los hijos no tenían ganas de comer, si el marido tenia piedra en el riñón…para
todo tenía la solución. Sus hábiles manos rebuscaban hasta dar con el remedio adecuado.
Incluso llegó a sanar a mujeres que los médicos habían dado como caso perdido
(histeria, como diagnosticaban despectivamente, a todo lo relacionado con el
desconocido mundo femenino).
Muchas veces visitaba a las mujeres
amigas, sin motivo alguno, sólo para saludar y charlar un rato. Yo asistí a alguna
de esas visitas desde lejos, a las niñas no se nos permitía estar presentes en
las conversaciones de los adultos (costumbre muy sana y que por desgracia se ha
perdido). A mí esta mujer me fascinaba, se me antojaba un personaje salido de
una novela de Dickens.
Las vecinas hablaban de ella,
entre susurros, en aquellos tiempos todo lo que tenía importancia se hablaba
entre susurros, unas veces por miedo, otras por cautela.
Con los años he ido conociendo
algo más de ella, he preguntado a familiares y vecinos, pero poco es lo que se
sabe. Vivía sola, no tenía parientes conocidos y entre la “gente bien” estaba
mal considerada porque solía “sacar de apuros” a mujeres solteras o madres con
lo justo para dar de comer a los hijos que tenían. También cuentan que visitaba
los burdeles y ayudaba a las mujeres que allí trabajaban, cuando se veían en
una situación “delicada”.
Mujeres como Doña Marcelina,
mujeres sabias que ayudaban a mujeres y que son recordadas solamente por
quienes recibieron su ayuda. Mujeres proscritas que nunca formaron parte de ningún
libro de mujeres alhameñas, porque eligieron ayudar a esa parte de la sociedad
alhameña que nadie quería ver.
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