17 sept 2024

EL CUERPO Y LA SOMBRA

 

“la luz destapa las grietas de las frentes de los güertanos que se doblan por un fruto amargo, amarillo limón, amarillo infancia, amarillo chacho como chilla la chicharra en los julios, donde se espesa el aire, cuando entornas los ojos y el calor atraviesa a los críos que van en cueros por las calles de los pobres…” Laura Sam

Las casas eran pobres pero frescas; por las mañanas, puertas y ventanas permanecían abiertas hasta que el sol comenzaba a calentar, entonces todo se cerraba y la penumbra resguardaba el hogar, cada uno tenía un rincón o un pasillo que era el más fresco, hacia corriente,  esos lugares y los patios se ocupaban a la hora de la siesta, se tendían mantas en el suelo para dormir, los críos y crías hacían como que dormían y durante el sueño de los mayores aprovechaban para inventar historias y hacer travesuras.

Apenas bajaba el sol, se volvían a abrir puertas y ventanas. Las calles comenzaban a recibir el refrescante rocío del agua que las  manos de las mujeres hacían salpicar, con manos expertas, desde un cubo de cinc. Las calles eran de tierra, al recibir ese regalo devolvían su fragante olor a tierra húmeda y caliente, los portales de las casas se iban llenando de sillas de anea en las que las vecinas se sentaban a compartir sus historias mientras, con hábiles manos, hacían labores: remendar alguna camisa o pantalón del marido, hacerle un piquillo alrededor de las servilletas que había comprado para renovar las que ya estaban demasiado usadas…, las más jóvenes elaboraban, con ilusión, el ajuar que algún día usarían en su propio hogar. Los abuelos que ya no trabajaban, aprovechaban esa hora de la tarde para hacer pleita con manos rudas y cansadas de campesino que se tornaban ligeras como palomas mientras tejían esa labor.

Las calles se llenaban de vida al caer la tarde, los críos jugaban a mil cosas inventadas que casi siempre les hacían volver a casa con alguna rodilla raspada, las madres curaban estas heridas con un chorro de agua oxigenada, los niños seguían jugando y las madres volvían a su tarea.

Cuando llegaba la noche, se recogían las labores y las mujeres entraban en casa a preparar la cena para la familia. Los hombres llegaban del trabajo o de la taberna y ocupaban las sillas que habían quedado vacías, esperando. Era habitual que la cena se hiciese también en la calle, sobre la mesa no faltaba una ensalada con los productos que el padre había recogido en el campo, el plato de frito de berenjenas, pimientos y tomates, la hogaza de pan y algún embutido; el porrón de vino y la cántara de agua.

Tras la cena se reanudaban las conversaciones entre vecinos, los niños terminaban durmiéndose en el regazo de las madres o en cualquier portal hasta que llegaba la hora de dar las buenas noches e irse a dormir. Las calurosas noches se acompañaban de abanicos y ventanas abiertas.

Ahora veo las calles de mi pueblo desiertas, los bloques de pisos con vecinos que apenas se conocen, aparatos de aire acondicionado que vomitan más calor sobre la calle de asfalto ya caliente a cambio de fresco inmediato en los edificios llenos de pantallas. Los cuerpos, agotados por el trabajo y el agobiante calor han perdido la memoria para encontrar la refrescante sombra.

El cambio climático es una realidad producto de un cambio en las formas de vida. Cada año los veranos son más cálidos y, a la vez, nuestros cuerpos lo soportan menos.

"la voz de los poetas"

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