“la luz destapa las grietas de
las frentes de los güertanos que se doblan por un fruto amargo, amarillo limón,
amarillo infancia, amarillo chacho como chilla la chicharra en los julios,
donde se espesa el aire, cuando entornas los ojos y el calor atraviesa a los
críos que van en cueros por las calles de los pobres…” Laura Sam
Las casas eran pobres pero
frescas; por las mañanas, puertas y ventanas permanecían abiertas hasta que el
sol comenzaba a calentar, entonces todo se cerraba y la penumbra resguardaba el
hogar, cada uno tenía un rincón o un pasillo que era el más fresco, hacia
corriente, esos lugares y los patios se
ocupaban a la hora de la siesta, se tendían mantas en el suelo para dormir, los
críos y crías hacían como que dormían y durante el sueño de los mayores
aprovechaban para inventar historias y hacer travesuras.
Apenas bajaba el sol, se volvían
a abrir puertas y ventanas. Las calles comenzaban a recibir el refrescante
rocío del agua que las manos de las
mujeres hacían salpicar, con manos expertas, desde un cubo de cinc. Las calles
eran de tierra, al recibir ese regalo devolvían su fragante olor a tierra
húmeda y caliente, los portales de las casas se iban llenando de sillas de anea
en las que las vecinas se sentaban a compartir sus historias mientras, con
hábiles manos, hacían labores: remendar alguna camisa o pantalón del marido,
hacerle un piquillo alrededor de las servilletas que había comprado para
renovar las que ya estaban demasiado usadas…, las más jóvenes elaboraban, con
ilusión, el ajuar que algún día usarían en su propio hogar. Los abuelos que ya
no trabajaban, aprovechaban esa hora de la tarde para hacer pleita con manos
rudas y cansadas de campesino que se tornaban ligeras como palomas mientras
tejían esa labor.
Las calles se llenaban de vida al
caer la tarde, los críos jugaban a mil cosas inventadas que casi siempre les
hacían volver a casa con alguna rodilla raspada, las madres curaban estas
heridas con un chorro de agua oxigenada, los niños seguían jugando y las madres
volvían a su tarea.
Cuando llegaba la noche, se
recogían las labores y las mujeres entraban en casa a preparar la cena para la
familia. Los hombres llegaban del trabajo o de la taberna y ocupaban las sillas
que habían quedado vacías, esperando. Era habitual que la cena se hiciese
también en la calle, sobre la mesa no faltaba una ensalada con los productos
que el padre había recogido en el campo, el plato de frito de berenjenas,
pimientos y tomates, la hogaza de pan y algún embutido; el porrón de vino y la
cántara de agua.
Tras la cena se reanudaban las
conversaciones entre vecinos, los niños terminaban durmiéndose en el regazo de
las madres o en cualquier portal hasta que llegaba la hora de dar las buenas
noches e irse a dormir. Las calurosas noches se acompañaban de abanicos y
ventanas abiertas.
Ahora veo las calles de mi pueblo
desiertas, los bloques de pisos con vecinos que apenas se conocen, aparatos de
aire acondicionado que vomitan más calor sobre la calle de asfalto ya caliente
a cambio de fresco inmediato en los edificios llenos de pantallas. Los cuerpos,
agotados por el trabajo y el agobiante calor han perdido la memoria para
encontrar la refrescante sombra.
El cambio climático es una
realidad producto de un cambio en las formas de vida. Cada año los veranos son
más cálidos y, a la vez, nuestros cuerpos lo soportan menos.
"la voz de los poetas"
"
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