Un campesino chino se fue a la ciudad para vender la cosecha de arroz y su
mujer le pidió que no se olvidase de traerle un peine. Después de vender su arroz en la ciudad, el campesino se reunió con unos compañeros,
y bebieron y lo celebraron largamente. Después, un poco confuso, en el momento
de regresar, se acordó de que su mujer le había pedido algo, pero ¿qué era? No
lo podía recordar. Entonces compró en una tienda para mujeres lo primero que le
llamó la atención: un espejo. Y regresó al pueblo.
Entregó el regalo a su mujer y se marchó a trabajar sus campos. La mujer se
miró en el espejo y comenzó a llorar desconsoladamente. La madre le preguntó la
razón de aquellas lágrimas.
La mujer le dio el espejo y le dijo:
-Mi marido ha traído a otra mujer, joven y hermosa.
La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija:
-No tienes de qué preocuparte, es una vieja. (El espejo chino. Anónimo)
La relación
de las personas con su propia imagen es algo complejo y materia de estudio
de muchas disciplinas.
Hay a quien no le gusta mirarse en el espejo o verse en las
fotografías. El paso del tiempo o simplemente la percepción de uno
mismo puede provocar que, a veces, no te reconozcas en la figura que te
devuelven.
Durante el tiempo en que fui concejala de nuestro
ayuntamiento, una de las cosas a las que me costó acostumbrarme, fue el verme
con frecuencia en las fotos o vídeos de los medios de comunicación. Al
principio me obligaba a mirar las imágenes para detectar posibles errores, con el
tiempo me habitué y dejó de resultarme extraño aparecer de vez en cuando en
televisión, prensa o que la gente me dijese que había visto alguna intervención
mía. También conocí a algunos que eran incapaces de mirarse y me decían que nunca se habían
atrevido a contemplar su imagen en una pantalla.
Mal que nos pese, vivimos en la época de la imagen,
rodeados (literalmente) de pantallas en las que se refleja lo que pasa en el mundo,
pero también lo cotidiano. Es difícil asistir a un evento, sea de la clase que
sea, cultural, social o familiar en el que no haya cámaras que capturen la
imagen de los asistentes. Imágenes que más tarde veremos compartidas, con más o
menos agrado, en las redes sociales.
A la cuestión de las imágenes compartidas, parece que siempre
hay una vuelta de tuerca más que darle, o eso me parece a mí; me refiero a
cuando se trata de la vida privada. Por poco que se frecuente cualquier red
social, se puede ver, sobre todo a chicos y chicas jóvenes, exponiendo la
parcela de su vida que deberían guardar bajo siete velos.
En algunas culturas indígenas no se dejan hacer fotografías
porque creen que cada una que se les hace les roba un pedazo del alma. Quizás lo
que desde nuestro mundo podamos ver como una superstición, tenga cada vez más
razón de ser.
Las nuevas tecnologías están lo suficientemente avanzadas
como para que quien no esté contento con la imagen que ofrece, pueda cambiarla posando
una y mil veces en posturas inverosímiles, para conseguir la apropiada que, posteriormente
podrá modificar, con la ayuda de cualquier programa de los que Internet
suministra, hasta que, algunas veces, la persona no tiene nada que ver con la imagen que le
representa.
Hace poco vi algunos capítulos de una serie que me impactó,
en ella aparecen posibles modificaciones de la apariencia física de las
personas a través de aplicaciones informáticas
“Years and Years”. ¿¿¿¿Imposible????
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