20 feb 2015

DE EDUCACIÓN, COLEGIOS Y MAESTROS.



Está claro que el mundo ha cambiado desde que yo era una niña hasta ahora, de lo que no estoy tan segura es de que haya evolucionado.
En esta inseguridad me preocupan especialmente los niños, y el lugar que ocupan en una sociedad diseñada por y para adultos que se comportan como niños irresponsables y caprichosos.
Adultos a los que se les puede escuchar decir cosas como que  para que una escuela sea buena y reúna condiciones para la adquisición de conocimientos es imprescindible que tenga aire acondicionado y calefacción o padres que pretenden tener a los niños ocupados el mayor tiempo posible para que no interfieran en sus diversos quehaceres.

Cuando miro atrás, sin ira, y muchas veces con nostalgia, recuerdo las escuelas de mi infancia.
Con tres años mi escuela era la de las monjas en la Iglesia de la Concepción, allí aprendí a leer. A esta escuela iba sola  desde la calle Las Palas, donde vivía; toda la chiquillería iba sola y andando, y no pasaba nada.

Con seis o siete años tuve la inmensa suerte de ser alumna de la escuela de Ginés el “Requemao” (Ginés Díaz). En aquel aula, a la que se accedía directamente desde la empinada y angosta calle, pasé algunos de los momentos que marcaron mis infantiles vivencias escolares.
La clase era una interesantísima mezcla de sexos y edades, que abarcaban desde los primeros años hasta quienes estudiaban cursos superiores, todos juntos, cada uno con su particular historia de vida, y tampoco pasaba nada.
Estábamos los que estudiábamos el 1º Grado de La Enciclopedia, los que ya iban por el 3º, los que hacían cálculos y más cálculos, los que estaban dotados de una especial habilidad para el dibujo, los que tenían que trabajar y aprovechaban las horas libres para estudiar etc. Un universo pequeño y enorme dentro de una clase sin clases, al frente de la cual había un gran maestro.

Algunos años después mi colegio pasó a ser el de las Escuelas nuevas, también llamado Fco Franco. De aquí recuerdo el olor del gran pino de la entrada, que se volvía intenso con los primeros calores de la primavera pero suave y delicado en los días de lluvia. Estos días eran especialmente divertidos ya que llegábamos chapoteando de charco en charco con nuestras katiuskas, cubriéndonos con un paraguas, que algunos, los más atrevidos, hacían girar abiertos dentro del colegio, desafiando osadamente el mal agüero que, supuestamente, eso traía consigo. Esos paraguas se convertían, milagrosamente, en sombrillas cuando llegaba el verano.
Entrábamos a clase a las nueve y salíamos a las doce, luego volvíamos a las tres para salir a las cinco, excepto jueves y sábados que sólo íbamos por la mañana.
El sábado nos dedicábamos a la limpieza de los viejos pupitres de madera. Al limpiar el mío siempre descubría alguna nueva marca de las muchas acumuladas tras varias generaciones de escolares; llevábamos de casa un paño y un frasco de un conocido aceite para muebles, cuyo olor impregnaba la clase, mezclándose con el del aserrín que se usaba en la limpieza del suelo, y...tampoco nos pasaba nada.

Con diez años fui al instituto y recuerdo, cómo si fuese hoy mismo, las clases de literatura, leyendo poesía en el patio, con José Calero. También recuerdo que las primeras colchonetas para la clase de Educación Física se compraron con la venta de las aceitunas que, entre todos, recolectamos de los olivos que había en ese mismo patio.

Y no pasaba nada, no era nada traumático colaborar y responsabilizarse de tareas por un bien común, ni ir andando a clase  en compañía de los niños de la vecindad, ni mojarse pisando los charcos o caminar bien abrigados con guantes y bufandas.


Por eso, mirando atrás pienso, de nuevo, en lo que hemos cambiado, pero vuelvo a preguntarme: ¿Hemos evolucionado? Me inquieta la respuesta.

8 feb 2015

AUSENCIAS

 
¿Podemos cambiar y no queremos o queremos y no podemos?

Últimamente me hago esta pregunta con mucha frecuencia, cuando veo como transcurre la vida social y política a mi alrededor.

A veces creo que, en teoría, queremos cambiar pero en la práctica no podemos, andamos como perdidos, confundidos. No podemos por diversas causas, no todas debidas a la presencia de prohibiciones o leyes más o menos justas, si no a ausencias.
Ausencias de pertenencia, de formar parte de algo, de referentes, de espejos en los que mirarnos.
Una de esas ausencias es la del sentimiento de clase, la pérdida del orgullo de pertenecer a una clase social que no sea esa gran clase media/consumidora/consumida que está dando sus últimos estertores.

Augusto Pinochet dijo en uno de sus abominables discursos: “Tratamos de hacer un país de propietarios y no de proletarios” Esta frase, este lema resume la trampa del Capitalismo en el que nos hayamos metidos hasta las cejas, con su gran ausencia, el proletariado, la clase obrera.

Ausencia que es a la vez un engaño, porque los obreros y obreras existen, lo que ha desaparecido es el sentimiento de pertenencia a esa clase social, la conciencia de clase. Todos queremos ser propietarios, a costa de lo que sea, la mayoría de las veces a costa de nuestra propia identidad.

Las teorías del neoliberalismo ayudadas de los movimientos posmodernistas consiguieron que nadie quisiera ser obrero, que ningún padre quisiera ese futuro para sus hijos,  la palabra que se defendía con orgullo y honor en generaciones anteriores pasó a ser denostada.

Fue cuando nuestro país se pobló de J.A.P.S (Jóvenes aunque sobradamente preparados), cuando la generación de los YUPPIES (young urban professional). El aumento de nivel de vida nos proveyó de multitud de entendidos en gastronomía, vinos, automóviles etc. El aumento de la clase media económica y política hizo florecer a los llamados V.I.P.S (Very important person). Todos queríamos ser ricos, poseer cosas, ser importantes aunque no tuviésemos importancia.

Se empezó a sobrevalorar al ejecutivo, más aún si lo era de un banco o inmobiliaria, hasta se valoró al indolente por encima del trabajador.
Si  hablamos de la mujer se sigue mirando con buenos ojos  al ama de casa, se ensalza a la ejecutiva, a la profesional, incluso  la que no hace nada está mejor considerada que la obrera de una fábrica.
Sin embargo  los obreros y obreras, los trabajadores cualificados, los campesinos, son el tejido social que sostiene nuestra economía.
Ahora que los bancos, las inmobiliarias y demás fraudes han dejado al descubierto su debilidad, ahora que está desapareciendo esa clase media auspiciada por la socialdemocracia,  la clase trabajadora vuelve a hacerse visible y necesaria, ella es la que permite que podamos comer, vestirnos, disfrutar de nuestro tiempo libre...
Esa clase que es y siempre ha sido la mas importante de todo el entramado social.

Creo necesario que se recupere el orgullo ausente de la clase obrera, reivindicar la importancia que tiene ser de esos trabajadores y trabajadoras que tejen con sus manos y su buen hacer el tapiz invisible que sostiene el mundo real.

 

PREGUNTAS DE UN OBRERO QUE LEE. Bertolt Brecht

“¿Quién construyó Tebas, la de las Siete Puertas?
En los libros figuran sólo los nombres de reyes.
¿Acaso arrastraron ellos bloques de piedra?
Y Babilonia, mil veces destruida, ¿quién
la volvió a levantar otras tantas?
Quienes edificaron la dorada Lima, ¿en qué casas vivían?
¿Adónde fueron la noche en que se terminó la Gran Muralla, sus albañiles?
Llena está de arcos triunfales Roma la grande. Sus césares ¿sobre quienes triunfaron?
Bizancio tantas veces cantada, para sus habitantes ¿sólo tenía palacios?
Hasta la legendaria Atlántida, la noche en que el mar se la tragó,
los que se ahogaban pedían, bramando, ayuda a sus esclavos.
El joven Alejandro conquistó la India. ¿El sólo?
César venció a los galos. ¿No llevaba siquiera a un cocinero?
Felipe II lloró al saber su flota hundida. ¿Nadie lloró más que él?
Federico de Prusia ganó la guerra de los Treinta Años. ¿Quién ganó también?
Un triunfo en cada página. ¿Quién preparaba los festines?
Un gran hombre cada diez años. ¿Quién pagaba los gastos?
A tantas historias, tantas preguntas”