Está claro que el mundo ha
cambiado desde que yo era una niña hasta ahora, de lo que no estoy tan segura
es de que haya evolucionado.
En esta inseguridad me preocupan
especialmente los niños, y el lugar que ocupan en una sociedad diseñada por y
para adultos que se comportan como niños irresponsables y caprichosos.
Adultos a los que se les puede escuchar decir cosas como
que para que una escuela sea buena y
reúna condiciones para la adquisición de conocimientos es imprescindible que
tenga aire acondicionado y calefacción o padres que pretenden tener a los niños
ocupados el mayor tiempo posible para que no interfieran en sus diversos
quehaceres.
Cuando miro atrás, sin ira, y
muchas veces con nostalgia, recuerdo las escuelas de mi infancia.
Con tres años mi escuela era la
de las monjas en la Iglesia de la Concepción, allí aprendí a leer. A esta
escuela iba sola desde la calle Las
Palas, donde vivía; toda la chiquillería iba sola y andando, y no pasaba nada.
Con seis o siete años tuve la
inmensa suerte de ser alumna de la escuela de Ginés el “Requemao” (Ginés Díaz).
En aquel aula, a la que se accedía directamente desde la empinada y angosta
calle, pasé algunos de los momentos que marcaron mis infantiles vivencias
escolares.
La clase era una interesantísima
mezcla de sexos y edades, que abarcaban desde los primeros años hasta quienes
estudiaban cursos superiores, todos juntos, cada uno con su particular historia
de vida, y tampoco pasaba nada.
Estábamos los que estudiábamos el
1º Grado de La Enciclopedia, los que ya iban por el 3º, los que hacían cálculos
y más cálculos, los que estaban dotados de una especial habilidad para el
dibujo, los que tenían que trabajar y aprovechaban las horas libres para
estudiar etc. Un universo pequeño y enorme dentro de una clase sin clases, al
frente de la cual había un gran maestro.
Algunos años después mi colegio
pasó a ser el de las Escuelas nuevas, también llamado Fco Franco. De aquí
recuerdo el olor del gran pino de la entrada, que se volvía intenso con los
primeros calores de la primavera pero suave y delicado en los días de lluvia.
Estos días eran especialmente divertidos ya que llegábamos chapoteando de
charco en charco con nuestras katiuskas, cubriéndonos con un paraguas, que
algunos, los más atrevidos, hacían girar abiertos dentro del colegio,
desafiando osadamente el mal agüero que, supuestamente, eso traía consigo. Esos
paraguas se convertían, milagrosamente, en sombrillas cuando llegaba el verano.
Entrábamos a clase a las nueve y
salíamos a las doce, luego volvíamos a las tres para salir a las cinco, excepto
jueves y sábados que sólo íbamos por la mañana.
El sábado nos dedicábamos a la
limpieza de los viejos pupitres de madera. Al limpiar el mío siempre descubría
alguna nueva marca de las muchas acumuladas tras varias generaciones de
escolares; llevábamos de casa un paño y un frasco de un conocido aceite para
muebles, cuyo olor impregnaba la clase, mezclándose con el del aserrín que se
usaba en la limpieza del suelo, y...tampoco nos pasaba nada.
Con diez años fui al instituto y
recuerdo, cómo si fuese hoy mismo, las clases de literatura, leyendo poesía en
el patio, con José Calero. También recuerdo que las primeras colchonetas para
la clase de Educación Física se compraron con la venta de las aceitunas que,
entre todos, recolectamos de los olivos que había en ese mismo patio.
Y no pasaba nada, no era nada
traumático colaborar y responsabilizarse de tareas por un bien común, ni ir
andando a clase en compañía de los
niños de la vecindad, ni mojarse pisando los charcos o caminar bien abrigados
con guantes y bufandas.
Por eso, mirando atrás pienso, de
nuevo, en lo que hemos cambiado, pero vuelvo a preguntarme: ¿Hemos
evolucionado? Me inquieta la respuesta.