Las toses, estornudos y pañuelos
moqueros han sustituido a los turrones, cavas y villancicos, cuyo recuerdo,
adornado de brillos y euforia, nos provoca, ahora, cierto rechazo. Se acabaron
las vacaciones, vuelve la rutina, el trabajo, el colegio y los virus campando a sus anchas.
Voy camino a mi casa desde la de
mi madre, y la imagen de niños de la mano de sus madres, abrigados, tosiendo,
camino de la escuela, me desvela un recuerdo infantil.
Amanecer con fiebre y mi madre: “hoy
no vas a la escuela, voy a acercarme al ambulatorio para avisar que venga el
médico”. Me gustaba ir a clase pero quedarme en cama, abrigada y sin nadie más
en casa (sólo mi madre al fondo, con los quehaceres domésticos) era algo que me
producía una paz inmensa, si además llovía se convertía en un momento perfecto.
Cuando el amodorramiento producido por la fiebre desaparecía, aprovechaba para
leer.
A media mañana, aparecía el
médico de cabecera, con su maletín que ponía sobre la cama. Lo recuerdo como
una persona seria pero amable: “tráigame usted una cuchara”, con ella se
ayudaba para mirarme la garganta, “abre un poco la boca”…y la fatídica noticia:
“son anginas”, lo siguiente era sacar su talonario de recetas y prescribir el
consabido antibiótico (medicamento milagroso en aquellos años). Se despedía con
un “volveré en dos días para ver si va mejor”.
La comunicación médico- paciente
era directa, aún no había teléfono en la mayoría de las casas.
“voy a avisar al practicante” me
decía mi madre cuando se iba el médico, el ambulatorio estaba enfrente de lo
que hoy es “El jardín de Los Pinos”, volvía enseguida.
“No sé a qué hora va a salir hoy
la comida con tanto trajín” y la escuchaba rezongar mientras abría grifos,
abría y cerraba ollas…poco a poco la casa se llenaba de un rico olor a cocido,
su caldo sería mi comida de ese día. Distinguía el olor del apio por encima de
todos.
Al poco traqueaban en la puerta
(no, tampoco había timbre), era Florido, el practicante. Un andaluz simpático
que con su humor y sus chascarrillos hacían que te olvidases de a qué venía.
Cuando salía por la puerta ya ni te acordabas de que te había puesto una
dolorosa inyección. “¡Hasta mañana!”. Y yo me arrebujaba entre las mantas hasta
la hora de comer.
Los mayores enfermaban menos y
cuando lo hacían también “guardaban cama” después de curarse decían que estaban
convalecientes.
El nombre “médico de cabecera” se
ha mantenido, pero sólo el nombre. Ahora el médico sólo va a las casas en casos
muy urgentes.
Mientras escribo, la tele no para
de anunciar remedios instantáneos para combatir la gripe y el resfriado, ahora
también el Covid (aunque ese da más miedo nombrarlo). “que no te pare un
resfriado”. Medicinas de acción rápida, para que puedas seguir adelante, como
si nada. El sistema no puede permitirse que faltes, eres necesario. Lo de
quedarse en casa unos días y cuidarse parece cosa de flojos. La convalecencia
ha dejado de existir.